Llevaba ya un tiempo sin escribir estas lineas. Uno no para y a veces va basculando entre otros cometidos y vicios. Tranquilos, los míos no son delictivos y no van más allá de las bandas sonoras, los cómics, las series y los videojuegos.

El caso es que hoy, por la fechas que son, finales del 2019, debería redactar una lista de lo mejor del año. Pero eso ya se lo dejo al Podcast de BSOSpirit.

Para el editorial me resulta más interesante hacer balance de cómo esta el «patio de la música para el medio audiovisual». Porque no deja de llamarme la atención la buena salud que, aparentemente, parece tener a día de hoy.

Y digo aparentemente porque, como todo en esta época y en esta sociedad actual, mucho hay de apariencia y postureo, y poco de fondo consistente y real.

Me explico.

Volviendo la vista atrás al 2005, el año de nuestro primer festival, la música de cine no era algo que pareciera ser la gallina de los huevos de oro (ya no digamos para otras categorías del audiovisual como la música de televisión o videojuegos). Al contrario.

Salvo ciudades como Valencia y, sobre todo, Sevilla, pocas de nuestro país habían reparado en música de cine por aquel entonces.

Un tipo de música menor que,por supuesto, no era digna de poblar salas de conciertos, ya no digamos ser estudiada en conservatorios.

Que nosotros pudiéramos sacar adelante un proyecto tan loco como el del Festival Internacional de Música de Cine, justo después de ver morir de éxito un certamen tan prestigioso como el de Sevilla (de éxito porque abarrotaron la Maestranza con su último concierto gracias a Howard Shore y su Señor de los Anillos), era más propio del cómic y no precisamente del serio. Éramos una especie de aldea gala, donde creamos una pócima mágica que supuso la semilla que geométricamente se expandiría al resto del país. Literalmente.

Y nuestro festival, en sus sucesivas ediciones, no solo creó un eco irrefrenable, sino que además consiguió que ciertos compositores de cine eliminasen de un plumazo los posibles prejuicios que pudieran existir a la hora de dirigir orquestas o sacar su música al escenario. Ellos fueron los mayores y mejores difusores de la música de cine. De ese espíritu de festividad espontánea y sincera por este tipo de música.

Grandes compositores se estrenaron dirigiendo música de cine ante un gran público en el mítico patio del Hospital de Santiago, y luego llenaron los auditorios más prestigiosos del país y del mundo. Incluso otros no tan conocidos en ese momento, jóvenes con hambre de aprender poblando nuestros talleres de composición o participando en nuestros Jerry Goldsmith Awards, ahora son nombres totalmente consagrados en nuestro cine.

Esa invasión de la música de cine ha sido avivada por muchas personas. Nosotros, muchos años después, seguimos haciéndolo, sin un solo año de pausa desde el kilómetro cero que fue Úbeda. Y lo hacemos desde, entre otros muchos planteamientos, la especial responsabilidad de difundir todo tipo de música y compositor y, por supuesto, de no quemar el repertorio.

Y ahí encuentro el primer atisbo de alarma. El abuso de un tipo de repertorio de «grandes éxitos» que nos puede llevar a una especie de «boom inmobiliario de la música para el medio audiovisual».

Me explico.

En los últimos años, ese pasado rechazo a programas de música de cine por parte de grandes orquestas públicas ha dado paso a un interés imperioso de programarla. Las cuentas no salen y los números no cuadran con los antiguos repertorios clásicos. No es algo que diga yo. Es algo real, algo tangible que sufren gerentes de teatros en todo nuestro país.

Los que hemos sido pioneros en estos terrenos vemos esta situación con alegría, pero, por supuesto, y gracias a que la experiencia es un grado, con un clara prudencia flemática.

Porque programar más música de cine en auditorios públicos no siempre significa hacerlo mejor. O mejor dicho, que eso beneficie en general a la difusión de la música de cine, si llegas a cansar al personal con un mismo repertorio.

En este punto retomo lo del «boom inmobiliario». Un día hacemos un concierto de grandes éxitos de John Williams y vemos cómo se llena nuestro auditorio. Salen las cuentas. Demasiado bien. Y entonces, como programador que nos encontramos de primeras con esta «música ligera», pensamos que esto es la gallina de los huevos de oro. Sigamos programando Star Wars, Harry Potter, Indiana Jones y, de paso, algo de Juego de tronos, que ahora se lleva tanto. Por supuesto que dar un hilo argumental programático es lo de menos. Ni un mísero aniversario de alguna de las entregas de esa saga que justifique su programación.

Así vemos cómo nuestro territorio nacional se puebla de conciertos «grates jits», donde el programa no se llega a quemar porque Dios no quiere. Efectivamente, John «Dios» Williams no quiere, porque su música es TAN sumamente buena que es complicado quemarla. Pero, ¿quién dijo imposible?

Como digo, nuestro papel es no quemar el repertorio. Es nuestra responsabilidad evidenciar que hay mucha buena música para el medio audiovisual y hay vida más allá del siempre genial John Williams. Es nuestra máxima responsabilidad.

De hecho, si hacemos memoria, hemos quemado bastante poco el repertorio del mítico compositor americano. La primera vez que en nuestros festivales sonó la fanfarria de Star Wars no fue la de Williams y sí la de Joel McNeely para su Shadows of the Empire, dirigida por el mismo.

En la actualidad nuestros repertorios buscan, no solo programar creaciones no tan conocidas, sino rescatar obras maestras de genios de la música de cine. A través de sus familias y los archivos del desaparecido compositor o con la reconstrucción de obras maestras a través de nuestros orquestadores comandados por Oscar Senén. Esto último lo llevamos a cabo con indudable interés y máximo entusiasmo para nuestros amigos del Cabildo de la Catedral de Córdoba y su programa anual de Cuaresma.

En MOSMA, el Festival de Música de Cine de Málaga, hemos apostado por una programación única en su especie, donde lo mismo hemos compartido en la misma conciertos de clara naturaleza sinfónica de gran herencia musical hollywoodiense con conciertos donde otros estilos como el jazz, el rock o incluso la electrónica han invadido los oídos de los asistentes.

Escuchar un repertorio nuevo es necesario. Muy necesario. Porque nos demuestra que hay más vida allá de esos «grates jits». Retroalimenta la afición y por ende ayuda a generar un mayor conocimiento del medio. Y el conocimiento genera más hambre del mismo.

Actualmente percibo que salvo algunos de los festivales consagrados en este género que están programando con conocimiento y con saber (y en este caso no hablo de aquellos en los que nosotros estamos involucrados), el resto de las programaciones se deben a un oportunismo peligroso pero a la vez tan poco sorprendente en nuestro país. Uno que solo hará más mal que bien a este mundo de la música de cine y a esa percepción de que esta música es ligera (que pena que no se tocase más Espartaco de Alex North, por poner un ejemplo).

Pero si entramos más en materia y no nos quedamos solamente en los espacios escénicos, sino que compartimos el día a día del compositor entrando en su estudio de creación musical, encontramos una realidad que en ciertos elementos no difiere de la comentada anteriormente. La descrita por un atrezzo bello y reluciente que en verdad esconde una serie de miserias, infidelidades y falta de respeto, que bien podrían ser la trama de una película de Álex de la Iglesia.

Y sí, hablo de una situación que roza la falta de respeto. Falta de respeto que el compositor recibe hacia su trabajo y su profesión.

Y lo que es más grave, que esa falta de respeto la reciben gran parte de las veces de otras personas con similar sensibilidad artística. Diferente sí, pero compañeros que, aunque no músicos, conocen sobradamente lo que es un proceso creativo y por ende las horas y la ilusión que hay detrás de este. Directores de cine que o bien no luchan por sus compositores (y por extensión por la banda sonora de su película) o que directamente ponen entre la espada y la pared al músico para reducir notablemente sus exigencias salariales. Y hay casos que la petición va más allá, trabajar gratis con el firme compromiso de cobrar en futuras y más relucientes ocasiones. Ocasiones que cuando pasan los años el compositor no encuentra por ningún lado. Se queda como el famoso meme del Travolta.

Pero, qué remedio, siempre hay un lado luminoso de la fuerza. Hay directores (los mejores) que saben cuan importante es la banda sonora en sus películas. Luchan encarecidamente, dientes mordiendo sables, por sus compositores porque saben que son parte de su impronta artística. No hay que decir nombres. Solo hay que ver sus películas para darse cuenta de que son grandes, no solo como artistas con una mirada personal y única, sino además unos espectaculares gestores de equipos creativos.

Podríamos dar gracias de que en otras partes del mundo también cuecen habas. Pero mal de muchos, consuelo de tontos. Hace poco aparecía un artículo (magnífico) en el Hollywood Reporter, uno de los diarios indispensables para entender que se cuece en Hollywood, hablando de la aborrecible política de Netflix en USA de obligar a los compositores a firmar los llamados contratos buyout. Política que no es exclusiva suya y que también pretende seguir Discovery Networks, una importante firma de televisión por cable americana que busca eliminar de un plumazo royalties que suponen la parte mayor de ingresos del compositor americano. Los que tienen que ver con los generados en su país.

Esta práctica no es otra que firmar un contrato donde por una cantidad fija el compositor cede la totalidad de sus derechos de autor. O lo que es lo mismo, se le obliga a no recibir en el futuro ningún royalty generado obviamente por la autoría de su trabajo. Discovery Networks pretende esta práctica dejando el primer pago y los royalties internacionales intactos. Pero claro, esto son cifras anecdóticas en comparación con las generadas en su mercado.

Aquí, fijaros, Europa sale ganadora en la defensa de los derechos de autor, pues es ilegal obligar a la cesión de más de un 50% de dichos derechos. Pero claro, ni por asomo las cantidades generadas en derechos de autor en Europa pueden compararse a las que se generan en territorio americano.

Los americanos no se han quedado impasibles al respecto, y compositores del nivel de Carter Burwell o John Powell están siendo bastante críticos públicamente al respecto, como no podía ser de otra manera. De ahí surge «Your music, your future» (más datos aquí), una iniciativa que busca erradicar de una vez por todas el maltrato que sufre el compositor de música de cine.

De hecho, han realizado una previsión de las cantidades que dejarían de percibir, y la cosa tiene miga. Han generado el simulacro de una situación real, la de un compositor exitoso que trabaje habitualmente para televisión. Durante 10 años el compositor podría percibir en concepto de royalties generados en territorio americano la friolera de 1,2 millones de dolares. Sí, los ojos se te habrán puesto como platos y entenderás ahora lo que los compañeros americanos tienen en juego. No es una broma (Fuente:  aquí)

En la mesa redonda que organizamos con los nominados y ganadores a los Jerry Goldsmith Awards 2019, Iván Martínez Lacámara fue bastante clarificador al respecto, ya no solo sobre este tema, sino sobre la figura del compositor como el último animal de la cadena creativa alimenticia (la mesa redonda completa está aquí).

Composiciones obligadas bajo «si no haces lo que te pido, lo va hacer otro…» que son meros remiendos de temp tracks.

«Música» de garrafón, corta, pega y colorea, que evidencia un miedo atroz por parte de directores y productores a la melodía y a la innovación creativa. El compositor de TV y cine está al servicio de actitudes que demuestran un rechazo total a espacios musicales más ricos. Hay producciones que son una mera aliteración musical sin elementos nuevos. Espacios sonoros que más que una composición musical al uso son un proceso de ingeniería de sonido y efectos sonoros.  Lo del papel pautado y un lápiz debe de ser algo de ciencia-ficción. Eso se extinguió con los dinosaurios.

Ante la negación generalizada de fabricar bandas sonoras como las de antes, empieza a surgir un brillo de luz intensa y marcada que parece querer evidenciar un indispensable giro en contra de estas negativas actitudes profesionales. Un giro a la salvación que se vislumbra en algunas bandas sonoras actuales de cine y televisión. Pero son brillos tenues ante un mar repleto de marejada, de esa que hunde barcos.

Esta marejada lleva mucho tiempo en nuestras costas e involucra a los presupuestos que las producciones cinematográficas y televisivas destinan para el área de banda sonora. Es terrible cómo los compositores se encuentran en la tesitura que, si quieren hacer una banda sonora orquestal, van a tener que ir a rezar varias «Ave Marías» a Lourdes o simplemente dejar de cobrar su parte. Y esto último no les va a hacer ni mejores profesionales, ni mejores compañeros, ni a quererse más…

No se puede esperar que por 10.000 euros en total para crear toda la banda sonora (no ya componer) un compositor pueda entregar una banda sonora al nivel de lo que se espera de él. Ni por 10.000 ni por 20.000. Son cifras que parecen de fantasía de la mala, pero que son más realistas de lo que muchos desearían (compositores, claro).

Volvemos entonces al punto de partida y empezamos a ver que hay una falta real de preparación creativa a la hora de encarar un proyecto cinematográfico. Si la hubiese, el director en cuestión no seguiría adelante sin tener una banda sonora a la altura de su historia, bien pagada, tanto en sus necesidades de producción y artísticas como en lo referente al caché de su compositor. ¿Pero, podría seguir haciendo cine o tendría que ir a vender mesas al Ikea? Pocas historias se han contado de los valientes en nuestro país. Y así, la pescadilla que se muerde la cola.

Queda ahí el mundo de los videojuegos, que todos han mirado (y algunos siguen haciéndolo) con cierto desdén, como si fuese una disciplina menor, pero donde los compositores especializados no solo cobran bien en general, sino que tienen un equipo detrás nada «divo» que respeta notablemente sus necesidades como creativos. Dotándoles  especialmente de un tiempo para componer notablemente superior al de otras disciplinas artísticas.

¿Que la cosa esta bien? ¿Que la música de cine esta de moda?

Lo siento, pero me lo creeré cuando lo sienta. Aún queda mucho por recorrer y, como se dice en estos casos, cuidado porque «se puede morir de éxito».