Órgano, pianola, theremin, arpa, coros, flautas, balalaikas, palmas, orquestuchas de salón, percusiones extrañas… Desplat está que se sale, como un niño en una tienda de juguetes, como un inventor en un laboratorio. Cuando Desplat compone para Wes Anderson, sale del armario y se divierte un rato a pierna suelta. Una interminable retahíla de temas cortos, de apenas un minuto, giran en torno a unas variaciones que, para ser exactos, varían bien poco.
The Grand Budapest Hotel, la música, arranca como una continuación natural de “The Heroic Weather Conditions” de Moonrise Kingdom. No importa que la acción tenga lugar en un tiempo y un espacio por fuerza distantes, con actores muy distintos y una trama algo menos psicoanalítica. Escuchar una música tras la otra es como si se tratara de una misma banda sonora, de un mismo disco.
Anderson y Desplat han trabajado hombro con hombro en tres películas: Fantastic Mr. Fox, Moonrise Kingdom y The Grand Budapest Hotel. Alguien podría pensar que el ecléctico Desplat se adapta como un guante a las excentricidades paranoicas del realizador norteamericano y que compone por libre… No, hay un personaje que media entre ambos, el supervisor musical Randall Poster, que en Fantastic Mr. Fox mantuvo al músico francés a raya, pero que en Moonrise Kingdom le dejó volar y que en The Grand Budapest Hotel le ha dado vía libre…
“Anderson experimenta, pues yo hago lo mismo”, piensa Desplat, y se pone a hacer de Bruno Coulais buscando sonidos tan simples como contundentes y frescos, nuevos. Balalaikas tocadas como banjos, banjos tocados como balalaikas, coros imitando el apoyo de cuerdas orquestales, un homenaje al legendario theremin en “The Mystical Union”… Música como de parvulario, tonadas muy simples, insidiosas. Su tono es el de una Europa envejecida en madera noble, al punto de empezar a exhibir su faceta más monstruosa y destructiva. Música tensa, pero sin perder las formas, heredera del gozo barroco de Vivaldi. Bajo un prisma estrictamente melocinematográfico, a medio camino entre The Third Man y Dr. Zhivago, apegada a emociones de belleza, inocencia o misterio.
Nada es real. Todo ocurre, se supone, en los Cárpatos, pero la película parece retrotraerse a un planeta perdido, imposible. Como en Moonrise Kingdom, la humanidad de las situaciones planteadas prescinde de toda lógica o razonamiento… Cosas de Anderson. El realizador se vale de una fotografía más cercana a la pintura clásica que a la luz real, de movimientos de cámara casi ortopédicos y de un explosivo reparto de grandes actores encorsetados en pequeños papeles. Desplat, por su parte, se despacha con toques étnicos, clásicos, jazzísticos, bajo una esmerada uniformidad de estilo… Casi hace rabia pensar que el compositor de cine más solicitado y en activo del momento, encima encuentra tiempo para jugar y divertirse como un crío.
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