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El Arte de Stan Kobrig

Érase una vez un director de extremado talento pero difícil carácter. De hecho, no eran pocos los que insinuaban que tan conflictivo individuo era pariente lejano del gran Kubrick, o incluso su hijo "bastardo", extremo éste difícil de averiguar y que no es objeto de nuestra historia (en todo caso, quien desee más información puede comprar mi libro, de próxima aparición, titulado "El Arte de Stan Kobrig", pues así se hacía llamar nuestro protagonista; allí hablo de la vida privada de este artista y, bueno, también dedico algunas líneas a analizar su obra).

En fin, resulta que Stan, el afamado director, había terminado semanas atrás el rodaje de su última producción, "El Chaquetón de Acero", y buscaba afanoso a un compositor que supiera reflejar las turbulentas ideas que bullían en su mente. Todo Hollywood se frotó las manos (hombre, un poco exagerado soy, ya que los que realmente andaban excitados eran aquéllos que, como mínimo, sabían silbar). De todos es sabido que los más importantes compositores del momento se ofrecieron con premura para participar en ese proyecto: Williams, Goldsmith, Bernstein, Barry, Jarre... ¡Todos! Ah, pero Kobrig los rechazó sin explicaciones, aunque en realidad ya sabían que el realizador no podía permitir que su ego se viera reducido a la mínima expresión por culpa de la repentina inspiración de alguno de sus colaboradores. ¡Antes él que la película! Preocupados, los productores se apresuraron en la búsqueda de algún músico que supiera satisfacer los deseos del director. Por sus oídos pasaron Zimmer («Demasiado rimbombante, ¡fuera!»), Young («¡Qué oscuridad! ¡Largo!»), Revell («¿Se cree que regento una discoteca?»), Newton Howard («¡Métase sus ritmos donde le quepan!»), Portman («¡Qué relamida es usted!»), Poledouris («¡Son policías corriendo, estúpido! ¿Ve en algún lado guerreros montados a caballo?»), Mancina («¿Dónde he escuchado esto?»), Conti («¿En verdad le pagan por esto?»), Thomas Newman («No me gusta su apellido»), Kilar («¿Alguien me puede deletrear su nombre?») y hasta Alan Menken («No trabajo con gente que tenga más Oscars que yo»). Como era de esperar, los directivos del estudio estaban más desesperados que Don Bluth intentando convencer a alguien de que sus películas de animación podían dar dinero. Por eso, a uno de ellos se le ocurrió una idea que decidieron llevar a cabo.

Le presentaron a un compositor que, por fin, le ofreció a Kobrig aquello que buscaba. Extasiado, el realizador se felicitó de tal hallazgo:

-¡Haremos de ti una estrella! Soy capaz de ver en tus ojos el talento que también reside en mí. Tú y yo somos iguales, créeme.

-No lo dudo, señor Kobrig. Porque, en realidad, yo soy el ayudante del electricista, y mi composición un cúmulo de golpeteos en los sintetizadores que los productores me pusieron delante. Por ello, señor Kobrig, sí creo que nuestra técnica es semejante, le doy en eso toda la razón.

Dicen que, desde que le sucedió esto, al señor Kobrig se le ha templado algo su vanidad. Quizás nunca llegue a descubrir que hacer una película es un trabajo de equipo, pero al menos podemos estar seguros de que nunca más echará la culpa a un compositor del fracaso de su realización. O al menos... ése es mi deseo.

Jorofer

 
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